Una mirada

Es difícil olvidar esos ojitos que iluminaban un día entre tinieblas, esa sonrisa desdentada que me completaba, que me decía que daba igual lo que sucedía, que todo estaba en su lugar, que yo ya había encontrado mi sitio.

Y fue día tras día que aprendí a leer esas miradas traviesas, a entonar cada palabra que salía de su boquita, algún avance en aquel largo y tedioso camino que le esperaba para alcanzar una frase entera.


Creo que nunca había sentido que tenía tanto, que no necesitaba más que hacerle volar dando vueltas y ver cómo me miraba, una conexión inesperada, una pequeña carcajada que me acompañaba a todas horas.


A veces andamos perdidos, y yo lo estaba, no tenía ni idea de hacía donde ir, qué sentido tenía hacer lo que hacía, estudiar aquel grado al que tanto quise renunciar, y que a su vez tanto me dio.

Aquella clase determinó mi camino, aquello a lo que quería destinar toda una vida, algo que me daba una nueva vida día tras día.


Aquellos cuatro niños me hicieron reír y llorar, dudar, me abrieron las puertas de su mundo, confiaron en que yo podía ser su guía en cada paso que daban, que yo era más capaz de lo que me habían hecho creer toda mi vida.

Y aquel pequeñajo, aquel diablillo me dejó una cosa clara, que aquel era mi sitio, que donde hubiera dos ojos como los suyos cualquier cosa valía la pena.


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