Resilencia.
Una palabra que lo define todo, aquello que dicte quién soy, que se adhiera a mi piel y que siempre me acompañe, independientemente del mundo que me rodea.
No la encuentro, depende del texto, de la canción más escuchada ese día o de cómo he sentido mis piernas al subir las escaleras hacia el tercer piso de mi instituto.
Soy mis palabras, mis mil y una lágrimas derramadas esperando un cambio, las ganas de arrasar allá donde voy, las ansias de dejar una huella, de sentir que lo que hago tiene sentido, que estoy haciendo lo que siento, que acerté y que de verdad es vocación, que eso puede con todo.
A veces siento que estoy sola ante todo, que nadie estará ahí para darme un empujón, para decirme si he sido una capulla integral o si era lo correcto, para compartir un helado en pleno mes de diciembre o ver una película de esas que erizan la piel pero que al lado de alguien sientan como un jarabe para la tristeza.
Soy la superación de todo lo que te puede arrastrar a un pozo sin fondo, porque he estado ahí, porque he odiado cada instante de días donde mi garganta no tragaba ni una sola frase, donde sentía que ahí terminaba todo, que era imposible que viniera algo aún más dañino, equivocación de una novata.
He sentido como mi cuerpo se rompía en mil trozos, cómo la pizca de seguridad que me quedaba se disipaba y cómo aquellas personas a las que trate de dar lo mejor de mi se fueron huyendo, y yo sin entender las razones, la pregunta de siempre, ¿qué he hecho mal?.
Porque siempre había alguien mejor, otra chica que dejaba huella cuando yo aún no había ni llegado a la luna, porque me quería tan poco y era tan ingenua que no vi detrás de todos aquellos ojos, porque no puse límites.
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